Hace unos años, un lunes algo muermo, poco antes del almuerzo, sonó el teléfono de Sherlock Holmes.
La mofletuda Condesa de Nata se había quedado patidifusa ante un medio robo: sí, su cuadro preferido todavía estaba en su sitio, pero los colores se habían esfumado.
Sherlock y Watson observaron las huellas, la ventana, los cristales rotos... Chuparon un poco la pipa... Volvieron a observarlo todo, una vez más, pero con la lupa... Y nada. No se enteraron de que estaban ante un cuadro mágico hasta que se pusieron las misteriosas gafas rojas y azules. Con ellas puestas, todo se transformó y pudieron atravesar el lienzo, para entrar en un mundo maravilloso.